LA CREADORA DE SUEÑOS

Por primera vez en mucho tiempo, el hombre se levantó feliz. Las pesadillas le habían dado una tregua y aquella noche había soñado con un pájaro, el más hermoso que había visto jamás, sus alas de arco iris cubrieron su sueño de un manto de ilusión y niñez. Al despertar se sintió invadido por un calor tropical, desbordado de alegría.
Aquella mañana, de camino al trabajo, la vio por primera vez en el parque, no habría reparado en ella de no ser porque estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en el único sauce que había. Él siempre miraba aquel sauce solitario, pensando que alguna tarde podía ir allí a leer un libro o escuchar música, pero el tiempo pasaba y nunca le dejaba minutos libres para darse ese placer. Ella tenía las piernas cruzadas. Y las manos una sobre otra, como si contuvieran el más maravilloso de los tesoros. Ella las miraba con una concentración casi febril, delirante. La imagen era extraña y a la vez magnética, tanto, que él no podía apartar los ojos. En un instante, ella separó las manos liberando su contenido súbitamente. Era un pájaro, el más maravilloso que él había visto jamás, con alas de arco iris que lo inundaron todo, tan hermoso era que él sintió como el aire se detenía en sus pulmones hasta que se perdió en la inmensidad del cielo. Cuando volvió a mirarla, había regresado a su posición original, colocando de nuevo, las manos una sobre otra, como si contuvieran el más maravilloso de los tesoros. Ella las miraba con una concentración casi febril, delirante. La imagen era extraña y a la vez magnética, tanto, que él no podía apartar los ojos. En un instante, ella separó las manos liberando su contenido súbitamente. Era un pájaro, el más maravilloso que él había visto jamás, con alas de arco iris que lo inundaron todo, tan hermoso era que él sintió como el aire se detenía en sus pulmones hasta que se perdió en la inmensidad del cielo. Cuando volvió a mirarla, había regresado a su posición original, colocando de nuevo, las manos una sobre otra, como si contuvieran un tesoro. Ella levantó la vista y se encontró con los ojos de él, atónitos, y es que aquella muchacha, que había liberado el pájaro de sus sueños, tenía un crisol de colores infinito en la mirada. Ella rápidamente se levantó y echó a correr sin que él fuera capaz de perseguirla.

Esa misma noche soñó que se perdía en el crisol de la mirada de la muchacha, lleno de plantas exóticas y flores maravillosas. Al despertar la selva le había reverdecido, le había cubierto de juventud.



Él la buscó en el parque los días siguientes, pero no la encontró, sin embargo una semana después, cuando pensaba que esta vez también había sido un sueño, en el mismo lugar, sentada en el suelo con la espalda apoyada en el sauce, las piernas cruzadas y las manos una sobre otra como si contuvieran el más maravilloso de los tesoros, estaba la muchacha. La misma posición, la misma mirada febril dirigida a sus manos. La miraba extasiado, inmóvil, y un ligero miedo le impedía acercarse. De pronto ella levanto la cabeza y lo miró intensamente mientras abría sus manos lentamente. De ellas manaban minúsculas plantas exóticas y flores maravillosas, una cascada de pétalos que se desbordaba entre sus dedos. Él supo enseguida que ya había visto aquellas flores, que las conocía, eran su sueño. Cuando consiguió reaccionar, ella ya se estaba perdiendo en la lejanía.

Al final del día seguía conmocionado, sólo podía pensar en la muchacha, en sus ojos, en sus manos, y así, en la noche, al dormir, volvió a soñar con el arco iris de su mirada, esta vez como si fuera un caleidoscopio mágico lleno de cristales y piedras preciosas. Salió a buscarla en la mañana, necesitaba volver a verla, esta vez no tendría miedo. No la encontró, ni ese día ni ningún otro, no volvió a verla en el parque nunca más. Tampoco volvió a soñar con ella, a pesar de que era lo único en lo que pensaba al acostarse.

Tanto tiempo pasó que el hombre creyó que todo había sido un producto de su imaginación, que no había muchachas llenas de colores. Tuvo que convencerse a sí mismo para poder seguir viviendo como antes, sin sentir que le habían robado una parte de su ser. Una noche al acostarse no pensó en ella, relegó aquel recuerdo a lo más profundo de su memoria, un lugar donde no le molestaría más. Aquella noche no soñó con ella, no soñó con nada y al despertar se sintió más muerto que nunca. Fue a trabajar como un autómata, como lo hacía antes de conocer a la muchacha. Llegó a la estación de tren y fue a comprar el periódico al quiosco, sin importarle qué periódico, qué noticias, sin importarle qué mundo se movía a su alrededor. Se sentía débil, agotado y al pagar se le cayeron las monedas de pura desidia. Se agachó a recogerlas, más por vergüenza que por interés, pero no llegó a tocar ninguna. De repente encontró en sus pies un montoncito de cristales y piedras preciosas, su caleidoscopio perdido. El recuerdo le estalló en el corazón como un huracán que a cada remolino desquebrajaba un pedazo de entendimiento. Miró a su alrededor pero ella no estaba. Fue a su casa olvidándose de las obligaciones y se tendió en la cama dispuesto a buscarla. Soñó con ella, sólo con ella, sonriendo.

Despertó varias horas más tarde, lleno de vida y paz. Fue al parque y allí estaba, como la primera vez, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el sauce, las piernas cruzadas y las manos una sobre otra como si contuvieran el más maravilloso de los tesoros. Le miraba sin sorpresa. Él se acercó sin miedo a sus ojos negros, infinitos, llenos de todo lo que él podía desear y a sus manos que ahora estaban abiertas esperándole a él, dispuestas a seguir haciendo realidad todos sus sueños.

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